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Paseo mi mano por uno de los muros de piedra del pasillo que conduce a las mazmorras en la Fortaleza, el sol ha descendido aunque en este lugar húmedo y frío, excavado en la propia roca de la montaña, eso no importa. Me detengo un instante, sintiendo la rugosidad de la piedra en mi dura piel.

Fui convertido a la luz de las tinieblas en el año del señor de 1125, y no sé por qué me detengo en ese instante a pensar en ello, como si la piedra que tengo bajo la palma de mi mano me impulsara a recordar, cuando contaba la edad de 30 años, toda mi vida, desde mi más tierna infancia la había dedicado a él, siempre fui un fiel defensor de mis profundas creencias religiosas, dispuesto a blandir la espada y la cruz en pos de la defensa de la fe. Como caballero templario le dediqué mi vida, incluso después de haber renacido en las tinieblas, qué gran contradicción, sesgar vidas humanas para alimentarme y seguir enarbolando la espada para mantener la fe más allá de nuestras fronteras, en el mismísimo Jerusalem.

He sido testigo de cruentas batallas que se iniciaron en nombre de Dios y de la verdadera fe, campos anegados de sangre y de cuerpos mutilados, vidas sesgadas de cuajo, poblados enteros arrasados, saqueados y sin embargo dicen que somos los vampiros quienes carecemos de alma, porque la misma está condenada y ni siquiera resta el consuelo de verla arder algún día en los infiernos, esa puede ser una de las desventajas de la inmortalidad.

Reanudo mis pasos por ese angosto pasillo que debe conducirme a una de las celdas, al mismo tiempo que reanudo también mis pensamientos.

He visto reproducirse esas mismas batallas en pos de otros dioses y de otras creencias, exacerbando los credos o queriendo dominar a otros países, derrocando gobiernos, modificando fronteras, aniquilando supuestos enemigos, todo ello por la infinita ambición de los seres humanos, sin embargo es a mí y a los míos a quienes se nos niega la existencia de alma.

He sido testigo de traiciones, de cruentas luchas por el poder, de magnicidios, de las más deleznables vilezas, he observado desde  primera línea de fuego cómo se han declarado guerras y se han desencadenado batallas, y desde las tinieblas he sido mudo testigo de cómo ha ido forjándose la historia de la humanidad.

Siempre fui un hombre de fe, hasta que perdí mi condición de ser humano abrazando la inmortalidad.

He morado en la Fortaleza los últimos ocho siglos, casi un milenio al lado del vampiro más poderoso que existe sobre la tierra, un ser sanguinario que, al igual que yo se nutre de sangre humana, pero cuyos principios y su sentido de la justicia nada tienen que envidiar al más justo de los hombres. He consagrado mi vida a la Fortaleza, a hacer cumplir y respetar las leyes que promulgó el Consejo, y por propia convicción mi lealtad y mi respeto se hallan para siempre unidos a Marco, soy su mano derecha, y en muchos casos, su brazo ejecutor.

Llego a la celda donde esa vampira, menuda y desgarbada, ha exhalado su último suspiro inmortal, miro a mis compañeros aprobando su trabajo con un simple gesto de mi cabeza.

−Informaré a Marco −digo simplemente antes de girar sobre mis pasos y regresar por el pasillo por el que he llegado.

 

Me gusta mi soledad, el orden, la pulcritud, el silencio, no concedo la gracia de la amistad con ligereza, pues la amistad es un bien preciado que ha de ganarse. Mi fama de taciturno me precede, y la templanza dicen que es la más remarcable de mis virtudes, aunque no soy yo quien tenga que alardear de tales cosas, llevo casi un milenio morando la tierra en soledad, contando con los dedos de una mano a quienes he concedido mi lealtad, pero incluso la vida ordenada y tranquila de un ser inmortal puede convertirse en un caos si alguien que se cruza en ella le hace encontrarse de pronto en medio de una gran tempestad.

Soy Stephano Massera y esta es la historia de cómo puede cambiar la vida, incluso la vida inmortal.

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