Roser A. Ochoa · Yolanda García
HERA
Me apoyo displicente en una de las piedras marmóreas que coronan una de las terrazas del Olimpo, la que ofrece una visión más nítida de Atenas, saboreo una copa de ambrosía, de una de las muchas ánforas con las que nos ha obsequiado Dionisos, la fiesta y el desenfreno duran ya varios días, y mientras los dioses comenten excesos y dan rienda suelta a satisfacer sus apetitos se desencadenan tormentas en el mundo terrenal, observo cómo desde hace días, desde que dio inicio esta bacanal contínua y desaforada, la visión de Atenas es borrosa, enormes nubarrones negros se ciernen sobre su cielo, gigantescas olas salpican un mar embravecido.
Me he retirado hace un rato a un lugar más privado y discreto, los dioses han ido abandonando nuestro lugar privilegiado y espero que pronto nos dejen solos. Aunque un poco ahogados, me llegan todavía los gritos de algunas musas, que son perseguidas por un par de sátiros que suelen andar siempre con Dionisos.
Me he quitado mi túnica blanca, y la he cambiado por otra más etérea, la suave gasa transparente, casi translúcida se adhiere a mi piel mecida por la brisa. Doy un sorbo a mi copa y me concentro en observar cómo los humanos se afanan en cerrar las puertas de sus casas para evitar que la atroz lluvia les deje sin nada.
Suspiro, llevamos morando en el Olimpo desde el principio de los tiempos y jugando con el destino de los hombres cómo y cuando nos place.
ZEUS
La observo a lo lejos, la brisa remueve su pelo, diseminando por el ambiente ese olor a flores que desprende su rubia melena, la gasa de su túnica se adhiere a su piel. Mi hermana, mi amiga, mi compañera, mi rival, mi esposa. Las notas de las liras y las arpas siguen amenizando el final de una velada que se prolonga desde hace ya días en nuestro hogar. Ríos de vino recién traido por Dionisios, baile, lujuria, y sexo, sexo, sexo, y ambrosía.
–¿Ya te retiras? –digo besándola en el cuello.
–Te vi muy cariñoso con Afrodita.
–Mi señora, todos son cariñosos con esa diosa –sonrío al recordar el sabor de los pezones de la diosa del amor y la belleza.
Mi mirada se pierde por encima de sus hombros, la vista desde el Olimpo es magnífica. Nuestras acciones en ese monte repercuten directamente en la plácida vida de mis hijos predilectos, los humanos. Siento especial cariño por esos ínfimos personajillos, tan débiles pero a la vez tan entrañables y volubles. Poseidón está en pleno orgasmo, las aguas de los océanos se agitan embravecidas, el Egeo muestra su furia en las costas atenienses. Las Nereidas contemplan el espectáculo desde las rocas de los acantilados.
Un pequeño barco, en el horizonte, sus tripulantes se enfrentan a olas de seis metros, es una lucha a muerte contra los elementos, no es debido a la ira de Poseidón, como exclama ese Comandante, sino el placer del mismo lo que le ha llevado a lidiar con esa tormenta que, muy probablemente, le va a hacer embarrancar... Paso la mano por mi pelo, puede que a mi señora le apetezca jugar.
AENEAS
Hace varias jornadas que no logramos congraciarnos con los Dioses. El mar está enfurecido, como si el Dios Poseidón hubiera decidido acabar con todas las criaturas que surcan sus aguas.
Llueve de forma torrencial, de pie en la proa del barco, tras el puente de mando, indico a mis soldados que resistan, que sigan remando con fuerza, o que dejen de hacerlo en el momento que esas terribles olas de más de seis metros amenazan con devorarnos.
Hemos entrado en el mar Egeo hace ya algunas horas, nuestro destino es el puerto de El Pireo, en Atenas, pero no logramos avanzar, todos los elementos nos son adversos, ni el Dios del mar, ni el Dios del viento quieren ponerse de nuestra parte.
Una de las velas amenaza con partirse, si llegara a hacerlo probablemente, con ese mar escupiendo olas gigantes de espuma, acabaríamos naufragando.
Un sonido atronador parte el cielo en dos, la lluvia arrecia aún más y unas nubes negras que traen consigo oscuros presagios cierran de nuevo ese cielo abierto.
HALIA
Miro por la ventana de mi alcoba, mi cuerpo está salpicado por miles de gotitas de lluvia que ya hace demasiados días que dura. El Egeo golpea con fuerza las piedras de nuestros acantilados, la espuma blanca no tiene tiempo de disiparse cuando ya vuelve a ser agitada. Los Dioses deben estar enfadados.
Una pequeña embarcación lucha desde hace horas contra las olas que la empujan hacia nuestras costas, de chocar contra los peñascos... Prefiero no pensar en el destino de los que están a bordo de esa nave. Pero si consiguieran atracar, sería considerado un sacrilegio, posiblemente castigado con sus vidas. Suspiro, cruel destino el de esos hombres a no ser que…
–Hueles a animales y a tierra mojada –digo apartándome de la ventana cuando noto su presencia.
–¿Qué mirabas?
–La tormenta.
–¿Hay algo en el mar?
–Solo olas –cierro los tablones de madera que nos sirven para resguardarnos.
–¿Están los animales a salvo?
–Todos y cada uno de ellos –dice sentándose delante del pequeño fuego.
–¿Cuánto durará la tormenta?
–Ya está por terminar...
La Ira de los Dioses llegaba a su fin.
El sonido de un trueno nos enmudece, las velas tiemblan bajo la brisa que se cuela por cualquier rendija.
–¿Estará todo listo para ir mañana a Atenas?
–Si la tormenta no amaina... –dice Ariadna frotándose ambas manos para hacerlas entrar en calor.
–Amainará... Solo le quedan unas horas –me siento a su lado–. Vas a tener que ayudarme –la cojo de la mano.
–Lo que sea... ¿Qué ocurre?
–Mañana, en Atenas, tienes que respaldar mi decisión –cojo un mechón de su pelo y lo aparto de su cara, aún esta mojado.
–¿Sobre qué?
–Mañana... Ya sé quién será nuestra nueva incorporación... La misma Hera me lo ha comunicado.
La visita a Atenas es un gran acontecimiento. Solo se nos permite salir del Templo una vez al año, y es cuando aprovechamos para abastecernos de todo aquello que nuestras manos no son capaces de confeccionar.
–Sabes que siempre respaldo tus decisiones –dice con una dulce sonrisa.
–Eres mi amiga.
–Tu hermana –replica alzando una mano.
–Juntas siempre –canturreo enlazando mi mano a la suya.
–Desde el nacimiento y hasta la muerte.