Roser A. Ochoa · Yolanda García
Observaba cómo el sol en el horizonte iba escondiéndose tras las montañas, eran los últimos rayos débiles, casi mortecinos, que apenas se adivinaban tras la espesa niebla, el cielo había empezado a adquirir un color gris plomizo, la fría brisa anunciaba lluvia, pero permanecía con las puertas del gran ventanal abiertas, dejando que la humedad que transportaba el aire acariciara su rostro. Era una mujer bellísima, su melena rubia del color del oro viejo, que apenas rebasaba sus hombros, enmarcaba su cara, de finas y elegantes facciones, de sus labios carnosos teñidos de color coral dejó escapar un suspiro, parecía que sus hombros soportaran una carga pesada y farragosa, pero su cuerpo se mantenía firme y bajo su vaporoso vestido se adivinaba la voluptuosidad de sus curvas, capaces de infartar el robusto corazón de cualquier hombre.
Probablemente habían pasado horas desde que su mirada se perdió en esa lejanía brumosa que la acercaba al infinito, dejando atrás el espeso bosque que rodeaba la casa, sin reparar en el sonido de algunos animales que se habían acercado a beber al río, era el rumor de las aguas el que mecía su memoria, y pensaba en la crueldad del destino que había provocado que se topara con un pasado que tenía aletargado en un rincón recóndito de su memoria, presente cada día de su vida desde hacía tantísimos años, doloroso, imprimido en su piel como un tatuaje que, con el paso del tiempo, se había ido desdibujando, como una vieja herida que dejaba una cicatriz imperecedera, que no se borraría jamás, y que tampoco quería olvidar.
Nada le podía hacer pensar hacía dos semanas, cuando recibió instrucciones de trasladarse a ese remoto pueblo de las montañas, que su vida iba a dar un nuevo tumbo, abandonar su acomodada vida en Nueva York, cerrar su ático de Manhattan y trasladarse a Roseboom, no estaba entonces segura del tiempo que le podría ocupar hacer de enlace y apoyo de dos viejos conocidos que se trasladarían desde Europa y con quienes tendría que confirmar o desechar las sospechas de traición que había levantado una familia de la zona. Marco, el responsable máximo del Consejo, había ordenado la investigación de todos los traidores que habían intervenido de una manera u otra en la conspiración que hacía dos años había estado a punto de derrocarle.
Después de reunirse con Vladimir y María en el lugar acordado y haber alquilado la propiedad en la que ahora se alojaban, una amplia casa de piedra de dos plantas a las afueras del pueblo, rodeada de frondoso bosque, dedicaron horas a seguir y vigilar a algunos miembros del clan Mckenzie, hasta que unos días después cuando Arianne bajó al pueblo para hacer unas compras creyó que sus ojos la engañaban…
Pero allí estaba él, tal como le recordaba, del mismo modo que se hubiera aparecido en sus sueños de poder soñar. Nada había cambiado a pesar de los largos años transcurridos, ni sus ojos, ni su dorado pelo, ni esos hoyuelos que se formaban en sus mejillas al sonreír, pero lo que más la sorprendió fue darse cuenta que lo que no había cambiado un ápice era lo que sentía por él. De ser posible, podría decir que el corazón se había detenido dentro de su pecho, a pesar de que llevara siglos sin latir.
Arianne dudó unos segundos si acercarse o no, se tuvo que recordar a sí misma por qué le había dejado partir, porque le amaba, le amaba más que a su propia existencia. Así que se mantuvo muy quieta, con esa vaga ilusión de que al mantenerse estática él no advertiría su presencia. Y puede que hubiera sido eso, el azar o quizás el infortunio, pero él no la vio, y Arianne se quedó allí en medio, con aquella herida reabierta en medio del pecho, luchando por no derramar esas lágrimas que había jurado no volver a volcar jamás, viendo cómo se alejaba, totalmente ajeno al terremoto que se había formado a su alrededor.
La humedad del ambiente la transportó de nuevo al presente. Habían pasado ya algunos días pero se sentía igual que en aquel instante en que su corazón le intuyó y sus ojos le vieron, sentía el mismo desasosiego que sintió en aquella calle, viendo cómo se alejaba. Se retiró despacio de la ventana sentándose sobre la cama, pasando de manera pausada los dedos por su melena, con la mirada aún perdida en el infinito, totalmente sumida en sus recuerdos, que no parecían dispuestos a dejar de atormentarla. No, jamás pensó cuando respondió a aquella llamada que la misión encomendada desde la Fortaleza cambiaría de ese modo su vida, su inmortalidad, haciendo reaparecer sus viejos fantasmas, que creía ya olvidados. Decían que el tiempo curaba todas las heridas, pero ahora sabía que eso no era cierto.
Su nombre es Arianne, y esta es la historia de cómo puede cambiar la vida, incluso una vida inmortal.