Roser A. Ochoa · Yolanda García
HAVANA'S CAFE
Hacía calor, el calendario tan solo había avanzado hasta finales de mayo y el sol ya impactaba de manera cruel sobre todos aquellos que se atrevían a abandonar el resguardo de un buen aire acondicionado en alguno de los altos edificios del Downtown. A esas horas estar en la calle era como decidir caminar por el interior de un horno, ni una ligera brisa soplaba por las casi desérticas calles, tan solo los más osados se atrevían a salir en esas condiciones, o los pobres infelices que no tenían otro remedio. Miranda miró a un lado y otro de la vía antes de cruzarla apresuradamente, su objetivo más inmediato era la sombra que parecía aguardarla al otro lado. Notaba cómo la blusa de seda, que había elegido esa mañana, se pegaba a su cuerpo debido al sudor, no había nada que odiara más que esa sensación de perenne humedad. Bajo el brazo sujetaba una carpeta de piel negra, y mantenía pegado a la oreja el teléfono móvil.
—Llegará —aseguró a su interlocutor mientras se detenía un momento para sacar algo de su bolso—. Respira Jules, ya te he dicho que va a llegar, hablé con ellos personalmente hace un par de días, y por su bien... —perdió por un instante el hilo de la conversación, mientras comprobaba desde el otro teléfono uno de los correos electrónicos—. Tan solo ha habido un pequeño retraso debido al cambio del muestrario de las telas, pero llegarán a lo largo del día, tengo un correo de confirmación de hace unos minutos —Miranda sonrió satisfecha mientras guardaba de nuevo el teléfono en el bolso y miraba con desánimo el trecho que aún le quedaba por recorrer a pleno sol—. Está bien, vuelve a llamarme si no tienes noticias en una hora, ¿vale?
Colgó el teléfono, lo dejó caer dentro del bolso e inició una carrera, con la máxima rapidez que le permitían sus altos tacones, hasta la cafetería de la esquina. Al menos en el interior del establecimiento se estaba fresco, aprovechó la tregua que le ofrecía la cola de dos personas que había delante de ella, para tomar aliento y pasar el dorso de su mano por la frente. Sacó la agenda y sin mirar al chico del mostrador hizo el mismo pedido de cada mañana, mientras garabateaba en una de las páginas algo que no debía olvidar. Pasó los dedos por su castaña melena, para ahuecarla un poco, dado que tenía la sensación de que, en parte, se había pegado a su cara por culpa del sudor. Odiaba sudar, no tenía nada de glamuroso pasarse la mayor parte del día secando la humedad del rostro. Miró el reloj, eran cerca de las 10 de la mañana. Había dejado a Gladys en la guardería canina y le había sobrado tiempo para pasar por el despacho de Vera, y comprobar que la reunión seguía en pie, podría haberlo confirmado con una simple llamada, pero era de vital importancia que el encuentro de esa tarde saliera perfecto. Pagó el café y volvió a tomar aire antes de salir de nuevo a la calle al tiempo que el teléfono, en el interior de su bolso, empezaba a sonar una vez más.
Metió la mano en su Louis Vuitton y cruzó por mitad de la calzada cuando un deportivo rojo pasó a su lado casi rozándola, apenas tuvo tiempo de reaccionar, un pitido y el rugido del motor amortiguó el insulto del sorprendido conductor, que casi se había visto arrollado por la joven.
—¡Joder!, me cago en... ¿Qué? ¡No!, no es a ti —aseguró a la persona con la que ahora se hallaba hablando—, nada, un imbécil que por poco me atropella. Estoy a cinco minutos —confirmó alcanzando el otro lado de la calle, en la distancia podía distinguir el moderno edificio acristalado.
Continuó caminando a paso rápido en dirección a la oficina, el asfalto estaba tan caliente que en algunos tramos tenía la sensación de que la suela de sus zapatos quedaría adherida a la acera. En la línea del horizonte el edificio de cristal parecía desfigurarse por momentos, debido a la neblina provocada por el calor del propio pavimento. Miró hacia el cielo, completamente despejado, ni una sola nube que decorara esa gran cúpula azul que cubría su cabeza. Inspiró con fuerza y una bocanada de aire caliente inundó sus pulmones. Cinco minutos después atravesaba la puerta de cristal y agradecía en silencio el descenso de temperatura.
Pasó la identificación por el lector, cambió el bolso de un hombro a otro, mientras guardaba la tarjeta de plástico en uno de los bolsillos interiores e intentaba mantener a salvo el café, procurando no abrasarse la punta de los dedos. El teléfono que tenía en la mano vibró de nuevo cuando estaba a punto de entrar en el ascensor, echó un vistazo para comprobar que se trataba de un correo electrónico que podía esperar y deslizó el dedo por la pantalla para bloquearla. Tras el mostrador de seguridad Josh la saludó mostrando una sonrisa pícara, que pretendía ser seductora, quizás todavía albergara alguna esperanza de que ella cambiara de opinión y aceptara salir con él, incluso después de las cuatro negativas que había obtenido por toda respuesta. Una nueva vibración, una llamada esta vez, apretó con el codo el botón de la tercera planta y mientras hacía equilibrios con el vaso de café, y las puertas se cerraban, acertó a rechazarla. Cuando se abrieron de nuevo Miranda se adentró en una enorme sala donde se desplegaba una frenética actividad. Ray corría en dirección a la sala de reuniones, donde una de las becarias le esperaba con varias carpetas de bocetos entre las manos. La centralita de la entrada anunciaba una llamada tras otra y parecía no dar ni un minuto de tregua a Christine, la eficiente recepcionista que, pese a su diligencia, empezaba a dar muestras de encontrarse saturada. Mani, desde el fondo, le hizo una señal para que se acercara, tenía cara de no haber pegado ojo en toda la noche, quizás en las últimas noches. Las semanas previas a la semana de la moda solían ser así, aunque por suerte después de la tormenta siempre llegaba la calma.
—Hoy está insoportable —anunció en un susurró cuando la tuvo cerca.
—¡Miranda! —el grito la cogió por sorpresa. Giorgio Dee apareció tras las puertas que separaban la tranquilidad de su estudio con el frenético caos en que se desenvolvía el resto de la planta— ¿Descafeinado de máquina con leche fría de soja y estevia natural? —preguntó señalando el vaso que Miranda sostenía en las manos.
—Claro, señor.
—Llegas tarde —sentenció mientras se apoderaba del café para desaparecer de nuevo en su estudio.
—Te-lo-he-diiiii-chooooooo... —canturreó Mani a su lado.
—Ppppffff —resopló.
Dejó el bolso sobre la mesa, puso a cargar uno de sus teléfonos, y encendió el ordenador antes de desaparecer tras esas puertas de amplias cristaleras opacas que dejaban intuir, pero no permitían ver lo que sucedía tras ellas. Giorgio Dee, el gran creador de la firma GioDee’s se encontraba frente a su mesa de trabajo. Cada rincón de ese estudio emanaba paz y serenidad, quizás no solo se debiera a la elección de la pintura de las paredes, de un blanco inmaculado, sino a la enorme cristalera que ocupaba la totalidad de una de las paredes y que no solo dejaba pasar la luz, sino que ofrecía unas espléndidas vistas de toda la ciudad. El murmullo de la fuente de agua que ocupaba uno de los rincones, evocaba tranquilidad, y un olor dulzón que recordaba a la vainilla impregnaba siempre la estancia, ofreciendo matices exóticos, pero que lograban un ambiente confortable. Había una gran cantidad de muestras de tela esparcidas por el suelo, y sobre la mesa de madera reposaba una carpeta de antiguos bocetos, que aparecían descolocados y sin ningún orden aparente. Giorgio ni se había detenido en mirarla, tomó un trago del delicioso café mientras paseaba la vista del vestido de noche con escote halter y pronunciada cola, al sencillo pero casi místico vestido de finos tirantes y corte imperio, cuya falda caía libre hasta los pies. Dos auténticas maravillas que seguro harían las delicias de alguna actriz en la próxima ceremonia de los Oscar.
Miranda dejó un par de cartas sobre la mesa de trabajo, comprobó que Giorgio estaba tan enfrascado en sus creaciones que no había revisado el contestador, pues la luz roja se encendía y apagaba de manera tan impertinente como molesta. Serpenteó por entre las piezas de tela y se acercó a su jefe, que aguardaba la reacción de su joven ayudante.
—¿Y bien? —el hombre tomó una muestra de una finísima organza de color marfil y la acercó al vestido de tirantes, chasqueó la lengua y dejó caer el trozo de tela al suelo. Miranda buscó entre los diferentes recortes hasta encontrar un trozo de raso de tono perla que acercó al boceto—. ¡Fantástico! —exclamó el hombre.
—He hablado con Vera, por lo de esta tarde...
—¿Y Gladys?
—Perfecta señor, se ha quedado muy contenta.
—Bien, no me gusta tener que separarme de ella.
—Lo comprendo.
—¿Has dejado las indicaciones...?
—No se preocupe por nada señor Dee, tienen una lista detallada con todas las instrucciones y si hay algún problema ya saben cómo localizarme.
—Entonces… ¿de raso color perla? —negó con la cabeza un par de veces, antes de coger la muestra y tirarla de nuevo al suelo, junto al resto—. ¿Qué haces aún aquí?, vete a seguir haciendo lo que sea que haces para que te pague lo que te pago a final de mes.