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Erase una vez, en un reino muy, muy lejano...

 

El castillo recortaba su silueta en el cielo y se reflejaba en las tranquilas aguas del lago sobre el que se había construido hacía ya tantos y tantos siglos. El rumor del agua mecía la noche oscura, preñada de miles7 de pequeñas estrellas pero sin apenas luna, solo esa finísima tajada de melón del mismo color que la sangre al verterse de una herida. Cientos de historias se encerraban tras esas piedras, que de poder hablar explicarían tramas conspiratorias, asesinatos, crudas batallas, duelos a muerte, el fin de profundos amores, pero también momentos felices vividos en bodas, celebraciones, y nacimientos. Era un castillo de poca envergadura pero robusto, sus vetustas paredes de piedra se encontraban adornadas con un sinfín de flores que caían de su muro este, el que se cimentaba directamente en el gran lago. 

Selena, amparada por la oscuridad de la noche, corría en dirección a las murallas, había estado más allá de los muros, donde tenía prohibido ir, pero la promesa de poder ver a las hadas del bosque la había seducido de tal modo, que no le había importado desobedecer a su padre, el Rey. Sorteando los últimos escollos de rocas donde las ondulaciones de las aguas del lago iban muriendo, la joven logró llegar sin ser vista hasta el muro sur del castillo, allí se encontraba la entrada del servicio por donde, desde hacía tiempo, había observado que podía colarse con suma facilidad.

Al adentrarse en el perímetro de la fortificación, la sorprendió un gran revuelo, cuando a esas horas todo debería ser calma y quietud, se veía luz en todas las ventanas del castillo, y se oían pasos apresurados por los diferentes corredores, alguien dio la voz de alarma, y los murmullos ahogados dieron paso a un ligero rumor que semejaba un llanto desconsolado y que se adivinaba tras la gruesa puerta de madera maciza en una de las habitaciones. Selena se escabulló discretamente entre las sombras, caminaba con sigilo, podía hacerlo incluso completamente a oscuras, estaba acostumbrada desde que era tan solo una niña, hasta que fue sorprendida por una de las doncellas cuando ya estaba a punto de alcanzar su dormitorio.

–¡Está aquí! –gritó la mujer llena de gozo–. ¡La he encontrado!, ¡corred!

—Shhhhh —siseó ella.

—Rápido la he encontrado —seguía gritando la mujer mientras se le acercaba.

Selena no alcanzaba a entender por qué la doncella gritaba de ese modo, lo único que iba a conseguir era que su padre se diera cuenta de que en ese momento, en lugar de estar durmiendo desde hacía horas se hallaba fuera de su alcoba, completamente vestida, con sus ropas mojadas y sus cabellos alborotados, por lo que no le quedaría lugar a dudas de que le había desobedecido y se había comportado como no le estaba permitido hacerlo en modo alguno, quería escapar, pedirle a la doncella que se callara, que dejara de levantar la voz y alertar al resto del servicio y demás personal del castillo, si lo hacía ella podría explicar... pero ya era demasiado tarde, por el recodo del pasillo apareció ese hombre al que todos llamaban Rey, o Su Majestad, pero al que ella se empeñaba en llamar «papi», a pesar de que sabía que eso le incomodaba, aunque, a decir verdad toda ella era una gran incomodidad para su augusto padre.

–Papi yo...

Pero sus palabras no terminaron de abandonar su garganta porque la palma de la mano de su padre impactó directamente en su mejilla, las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos sin poder ni querer reprimirlas, le dolió la bofetada, aunque en realidad le doliera más su orgullo herido que su bello rostro, todo el mundo a su alrededor enmudeció. Sir James, la mano derecha del rey, ordenó a todos los presentes que regresaran a sus aposentos, «la princesa está bien» escuchó que decía. Los ojos de su padre destilaban ira que, a duras penas, trataba de contener. La reina apareció abriéndose paso tras unos pesados cortinajes de uno de los salones que desembocaba en ese corredor, su avance era apurado, no podía esconder su angustia, que se reflejaba en la tensión que ejercía una de sus manos presionando la falda de su vestido y aunque su rostro mostraba el alivio que sentía al ver a su hija sana y salva, su llanto se unió al de la princesa, aunque Selena no alcanzaba a entender cuál era el motivo del suyo. El rostro de su madre, siempre tan dulce, estaba ahora enrojecido, al igual que sus ojos, y parecía llevar horas sumida en ese estado de profunda tristeza.

–Mi niña... – dijo abriendo los brazos y abrigándola en ellos–. Mi amor, mi dulce ángel...

–¡Basta!

–Mi señor –Sir James situó una de sus manos sobre el antebrazo del rey–, sería más conveniente que aplazarais esta conversación para mañana, las mujeres deben descansar, y el pasillo no es lugar para este tipo de discusiones.

Le tembló la mandíbula, era un ligero movimiento que solo se manifestaba cuando estaba al borde de un brutal y desproporcionado ataque de ira, Selena le conocía bien, le había observado durante largas horas, escondida tras las cortinas, o amparada tras alguna de las majestuosas columnas, imitándole cuando nadie podía verla. Esa figura imponente sacaba más de media cabeza a todo hombre conocido, sus rasgos eran rudos, y sus ojos no mostraban nunca ternura ni compasión, como si fueran incapaces de dejar traslucir cualquier emoción. Se solía decir que los ojos eran el espejo del alma, de ser eso cierto, a veces incluso se podría poner en duda que el Rey la tuviera. Sir James, por lo contrario, era como un libro abierto. Su rostro era siempre fiel reflejo de la paz y la serenidad que emanaba su figura, sus ojos mostraban calma incluso en las peores situaciones, insistió de nuevo en dejar ese asunto hasta el alba, y finalmente el rey, dando la espalda a todos, desapareció por el mismo lugar por donde había llegado, no sin antes gritar un par de órdenes a los guardias.

Selena permaneció en ese pasillo, tan solo alumbrado por el tintineante resplandecer de las pequeñas llamas de los farolillos, totalmente desconcertada.

–Mamá...

–Ssshhhh –susurró abrazando a su hija de nuevo–.Vamos...

–¿Qué ha pasado?

–Mi señora –Sir James le ofreció el brazo, que Selena aceptó mientras de reojo observaba cómo su madre, ya más tranquila, había dejado de llorar amargamente, para dejar paso a un molesto hipido que no lograba contener–. Esta noche han asaltado el castillo –su profunda voz se agravó aún más, y Selena pudo sentir cómo todo su cuerpo temblaba ante tal confesión, pues siempre creyó que su hogar era una fortaleza inexpugnable–. Dos secuaces del Mago Oscuro han logrado burlar a la guardia y llegar hasta vuestras habitaciones.

–Ahhhhh –llevó ambas manos a su boca  no pudiendo reprimir un grito ahogado–. Sophia... ella... ¿dónde está Sophia?

–La confundieron con vos y...

–¡NO! –las lágrimas acudieron raudas a sus ojos, y por un momento sintió que su cuerpo iba a ceder ante la presión, desplomándose allí mismo como un árbol al ser talado.

–Se la han llevado, Selena –fue la reina quien habló, mientras abría la puerta de los aposentos de su hija, flanqueada en esos momentos por dos guardias, siendo acompañadas por Sir James al interior, quien les cedió el paso.

–Princesa, ¿dónde...?

–Hoy es noche de luna roja, yo... solo quería ver a las hadas, Sophia se ofreció a ocupar mi lugar en el lecho para que nadie reparara en mi ausencia y así poder salir. Mamá...

–Tranquila, mi niña...

–¿Dónde está Sophia?

Selena miró a su alrededor, la alcoba estaba revuelta, la ropa de cama caída en el suelo, y bajo la mesa se hallaba un único zapato, solo y abandonado, era de Sophia... llevó las manos a su cara y cubrió con ellas la amarga tristeza que empañaba sus ojos, sintió unas tremendas ganas de gritar, gritar con todas sus fuerzas, patalear en el suelo, golpear los almohadones con los puños, pero en vez de eso, no pudo más que llorar y llorar...

–Dejémosla descansar –apuntó su madre –. Ya mañana...

–¿Cuántos hombres están buscándola? –quiso saber la princesa antes de ser abandonada en esa alcoba a solas con su tristeza.

–¿Hombres?

–Sí, a Sophia, ¿cuántos guardias ha destinado mi padre a su búsqueda?

—Hija...

–Ninguno, mi señora —aclaró Sir James.

En esos momentos Selena notó que le sobrevenía un vahído, se sintió mareada, la cabeza le daba vueltas, y a punto estuvo de desmoronarse, pero Sir James acudió con presteza en su auxilio, y procedió a recostarla sobre el lecho con sumo cuidado. «Ninguno», había sido la simple respuesta a su pregunta. A Selena le hubiera gustado cuestionar el motivo de dicha decisión, pero sabía la respuesta de ante mano. La reina y Sir James abandonaron sus aposentos dejándola sola, el cruel destino había dispuesto que hubiera sido Sophia y no ella quien se encontrara tendida en ese mismo lecho en el que ahora se acurrucaba sin poder evitar dejar escapar las lágrimas y que estas corrieran libres por sus mejillas, sintiéndose más sola y desamparada que nunca.

El cansancio fue venciéndola poco a poco, apoderándose de todo su ser, pero la angustia apareció pronto, desvelándola, sin poder determinar si había dormido minutos u horas, llegando a contemplar la salida del sol por encima de las aguas del lago habiéndolas tornado momentáneamente del color del bronce. Se sentó en la cama, peinó su cabello, mientras mantenía la mirada perdida en ese horizonte del color de su corona, que reposaba sobre el tocador. Cuando una de las doncellas entró en su alcoba para ayudarla con sus ropas, ella ya se había vestido y se encontraba preparada para ir a ver al Rey, no esperó que le dijeran nada y salió al pasillo, encaminándose al Salón Real, escoltada por dos guardias, que habían recibido órdenes de no dejarla sola bajo ningún concepto.

No esperó a que anunciaran su llegada, simplemente abrió la pesada puerta y dio dos pasos al frente, decidida, fuerte, aunque conforme avanzaba por la estancia acercándose al gran trono, iba perdiendo algo de convicción hasta convertir sus grandes zancadas en poco más que pequeños pasos. Ese salón siempre la había hecho sentir muy pequeña, a ello contribuía la magnitud del Salón del Trono, sin duda el más grande de todo el castillo, destacaban en la sala sus altas columnas, talladas con numerosos motivos bélicos, adornados en sus capiteles con intrincadas filigranas, unos grandes ventanales presidían la estancia, dotándola de luz natural, ligeramente tamizada, y al fondo, los tronos de sus padres. Era una sala tan hermosa como fría. Tragó saliva, e inclinó ligeramente la cabeza. El Rey parecía algo más calmado que la noche anterior, quizás Sir James, que se encontraba de pie a su derecha, tuviera algo que ver en ello. El monarca miró hacia su hija, y en su mirada se podía adivinar sin ningún género de duda el enfado que todavía sentía, pero también se intuía algo que bien pudiera parecer un profundo sentimiento de alivio, pues a pesar de todo, era su hija.

–Padre, ¿por qué no habéis enviado a nadie a rescatar a Sophia? –ni siquiera ella misma podía creer que se hubiera atrevido a hablar de ese modo ante el rey.

–Manteneos callada, Selena –le advirtió con enfado debido a  la osadía que ella mostraba–. Será mejor para todos que no empeoréis las cosas.

–Pero es que Sophia...

–¡Silencio os he dicho! La última vez, ¿me oís?, es la última vez que voy a tolerar un comportamiento como el de anoche –se levantó y dio un par de pasos en dirección a su hija–. Habéis sido una estúpida y una inconsciente... os habéis puesto en peligro a vos y con ello a todos nosotros. Sois la princesa del reino de Kanhür, no una chiquilla que pueda hacer lo que se le antoje cuando se le antoje, vos tenéis responsabilidades.

Selena quería replicar, a decir verdad, su comportamiento la había salvado, pues de haberse encontrado en su habitación, hubiera sido a ella a quien se hubieran llevado en lugar de a Sophia, pero no dijo nada permaneciendo en absoluto silencio, no quería empeorar las cosas, sabía que su padre estaba muy disgustado, odiaba que le desobedecieran, del mismo modo que sabía que la odiaba a ella, se lo gritaban en silencio sus ojos cada vez que la miraba.

–Jamás volveréis a salir sin mi permiso, ¿me oís?

–Sí, padre.

–Habéis demostrado vuestra inmadurez, sois indigna de toda confianza. Retiraos.

–Pero...

–¡SELENA! –gritó volviendo a adelantarse un paso–. Idos a vuestras habitaciones y no quiero que salgáis, dos guardias os custodiarán, desde hoy y hasta el día en que muráis.

–¿Y qué pasa con Sophia? –consiguió decir tratando de esconder su rabia y mordiendo el interior de sus mejillas para evitar el llanto–. El Reino Negro está a diversos días de viaje, si ordenarais a la guardia salir ahora podrían darles alcance antes que...

–Sophia a estas alturas ya debe estar muerta, el Gran Mago Negro no tiene fama de ser demasiado condescendiente con sus presas.

Sir James descendió los escalones, se situó al lado del Rey y poniendo la mano en su hombro pareció intentar infundirle calma, este le miró unos instantes antes de volver a su trono, a quien no miró fue a su hija, quien anegados sus ojos en lágrimas secas abandonó la sala, escoltada por Sir James y los dos guardias.

–Venid princesa...

–No puedo creer que no vaya a hacer nada.

Sir James acompañó a Selena hasta la antecámara de su alcoba, y cerró la puerta tras de sí, indicando a la guardia real que no debía moverse bajo ningún concepto de ese lugar, debiendo custodiar esa puerta en todo momento y ante todo posible enemigo.

–Debéis entenderlo, alteza, la guerra está causando estragos en nuestras filas y en nuestras arcas, vuestro padre no destinará recursos para salir en busca de una doncella.

–Pero ella es mi amiga... y no tiene ninguna culpa de nada.

–Estaba en el lugar equivocado en el momento más inoportuno –Sir James abrió la ventana para que el frío de la mañana se colara en la estancia–. Lo lamento, sé que la queríais mucho –los ojos de ambos se encontraron unos instantes y a la princesa no le pasó inadvertida la manera que Sir James se refería a Sophia, como si ella ya no se encontrara en el reino de los vivos–. Prometedme que obedeceréis a vuestro padre y no haréis nada.

–No, claro... ¿qué podría hacer yo?, tan solo soy una muchacha.

–Así me gusta, tranquilizaos, y no os preocupéis por vuestro padre, se le pasará, solo está dolido.

–Han entrado en su castillo y burlando a su guardia, debe tener el ego desmoronado.

–Alteza, no seáis cruel, vuestro padre os quiere mucho.

–Por supuesto. Si me disculpáis, estoy cansada, y algo hambrienta, creo que pediré a una doncella que vaya a las cocinas para que me preparen algún refrigerio.

–Está bien –Sir James se acercó a la puerta, pero antes de abrirla se dio la vuelta un instante, y le dedicó una dulce sonrisa antes de desaparecer.

Si Sir James creía que Selena no iba a hacer nada es que no la conocía, a pesar de permanecer a su lado desde el día de su nacimiento y haberla visto crecer. Si por un solo instante creía que iba a quedarse tendida en la cama, obediente y sumisa, sin intentar al menos hacer todo lo que estuviera en su mano para tratar de salvar a Sophia, puede que en realidad no supiera nada de ella, ni de su testarudez y su obstinación cuando se proponía algo. No, a decir verdad nadie la conocía, ninguno de ellos, ni tan siquiera su propia madre, la mujer que le dio la vida, ni siquiera ella se había molestado en conocerla.

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